Cuenta la historia que había un rey muy avaricioso que oprimía a todos sus súbditos con fuertes impuestos. A todos menos a uno. Se trataba de un viejo, que se negaba a pagar las altas sumas que se le exigían desde la corte. Esta negativa a pagar llegó hasta oídos del monarca que, picado por la curiosidad de ver quién osaba plantarle cara de esta manera, urdió un plan.
Este plan consistía en hacerse pasar por un mendigo y solicitar hospedaje en su casa, pues sabía que el viejo tenía un gran corazón. Una vez ganada su confianza con el tiempo y en el momento en que el rey impostor fuera dejado a cargo de las posesiones del anciano, avisaría a sus soldados para que vaciaran todas las dependencias de su casa y darle un escarmiento.
Y así ocurrió. Solicitó alojamiento y fue aceptado a convivir el tiempo que considerara necesario con él. Pero el rey desconocía que este anciano era un sabio, un iniciado, y había sabido leer correctamente en su mente las verdaderas intenciones que le habían llevado hasta ahí. Sin embargo no dijo nada. Día tras día fue compartiendo con el falso mendigo pequeñas gotas de su sabiduría, enseñanzas con las que, sin apenas darse cuenta, el rey iba poco a poco familiarizándose. Y el tiempo pasó. Y llegó el día en que el anciano tuvo que viajar para atender unos asuntos en otro lugar y ausentarse durante varios días, dejando a cargo de todos sus bienes al impostor.
Éste vio entonces la ocasión que había estado esperando para apropiarse de todas las posesiones del anciano, y cuando se dispuso a ello se dio cuenta de que ya no podía hacerlo. Ya no era el mismo que había llegado a esa casa. No podía llevar a cabo su plan, porque, debido a la cercanía con el maestro y su estrecha convivencia, se había impregnado de su conocimiento y elevado punto de vista, haciendo imposible que viera las cosas de la misma manera en que antes las había visto.
Anónimo